La corte celestial, arquetipo de las realidades terrenas
Para no hundirse en la desesperación, el espíritu humano necesita descansar en cosas dignas y bien ordenadas. Pidámosle a San Rafael Arcángel el deseo de que la tierra se vuelva semejante al Cielo y, así, nos preparemos para el Reino de María y la eterna beatitud.
San Rafael, por ser uno de los ángeles más eminentes, tiene un sitio privilegiado en nuestra devoción. Por otra parte, el hecho de remitirle las oraciones de los hombres a Dios y, naturalmente, a la Virgen —que intercede también por los ángeles— es un motivo especial para que lo veneremos.
Una de las nociones que se han ido extinguiendo con respecto al culto a los ángeles, que me parece importante recordar, es la de que el Cielo constituye una verdadera corte. Antiguamente se hablaba mucho de corte celestial, lo cual tiene su fundamento en la idea de que Dios, en la Iglesia gloriosa, se presenta ante los ángeles y los santos como un rey frente a su corte.
Lo curioso es que algunas peculiaridades de las cortes de este mundo, por la similitud existente entre las cosas de la tierra y las del Cielo, acaban verificándose también en la corte celestial, la cual constituye una corte en un sentido mucho más literal de la palabra de lo que se podría imaginar.
Padrón para todas las cortes terrenales
Por ejemplo, cuando en las grandes ocasiones el rey quedaba a disposición de sus súbditos para recibir de ellos sus peticiones, los atendía rodeado de los príncipes de la casa real. Las solicitudes se entregaban por escrito, pero el interesado comparecía ante el monarca y podía dirigirle la palabra; un príncipe, una persona de alto rango o alguien allegado al solicitante podía igualmente decir algo. Entonces éste le entregaba a un dignatario un rollo de papel con su pedido, para que el rey lo examinara más tarde; en una mesa contigua se iban amontonando las peticiones, que posteriormente serían despachadas por un consejo especial.
Vemos, por tanto, cómo había una especie de jerarquía de funciones, de dignidades, de intercesiones que conducía hasta el rey y, después, procedía de él y llegaba a los particulares. Ese era el mecanismo de una corte.
En la corte celestial existe el mismo protocolo, en resumen, por las mismas razones. Dios, nuestro Señor, no necesita evidentemente de nadie. No obstante, habiendo creado a seres varios era natural que les confiara misiones según una disposición jerárquica y que tales seres poseyeran un brillo, un esplendor, una dignidad en la mansión celestial correspondiente a las tareas que les habían sido encomendadas, tareas que, a su vez, se corresponden a su propia naturaleza.
Así pues, es conforme al orden del universo que los hombres sean regidos por los ángeles y que éstos sean intercesores de aquellos ante Dios. De manera que en el Cielo hay verdaderamente una vida de corte, la cual sirve de padrón para todas las cortes terrenales e indica la necesidad de que en ellas exista un protocolo, una jerarquía, una variedad de funciones.
Depositar nuestra esperanza en el Cielo, condición para sobrevivir en la tierra
La fiesta de San Rafael nos conduce exactamente a esa idea. Se trata de un intercesor celestial de alto rango, que lleva nuestras oraciones hasta Dios. Es uno de los más elevados espíritus angélicos que lo asisten y, por tanto, uno de los más cercanos para pedir por nosotros, constituyendo canales naturales de las gracias que anhelamos.
Y esta consideración refuerza cada vez más en nosotros el deseo de que las realidades terrenales sean similares a las celestiales. Solamente en la medida en que amamos esas realidades, preparamos nuestras almas para la beatitud eterna. Si, al morir, no tuviéramos esa apetencia, no tendremos apetencia del Cielo.
Por consiguiente, hay algo en el espíritu de jerarquía, de distinción, de nobleza de elevación que corresponde a una verdadera preparación para el Cielo; preparación tanto más deseable cuanto más vamos adentrándonos en un mundo de horror, en que todas las exterioridades con la cuales tomamos contacto son monstruosas, caóticas, desorganizadas.
El espíritu humano necesita, para no hundirse en la desesperación, que uno consiga posar la mirada extenuada y dolorida en algo digno y bien ordenado. No es propio del hombre vivir en el mare magnum de cosas que caen, zozobran, se deterioran. En algún sitio necesita depositar su alegría y esperanza.
Sin embargo, de tal manera está desapareciendo de este mundo todo cuanto es digno que si no dirigimos cada vez más nuestro deseo hacia el Cielo no tendremos condiciones psíquicas de supervivencia en la tierra.
Hubo una santa que vio a su ángel de la guarda. Era un ser de una naturaleza tan noble y excelsa que ella se arrodilló para adorarlo, pensando que se trataba del propio Dios. El espíritu celestial tuvo que explicarle quién era. Ahora bien, sabemos que los ángeles de la guarda pertenecen a la jerarquía menos alta del Cielo. En comparación con esto, ¿qué podemos imaginar con respecto a un ángel como San Rafael, de las más elevadas jerarquías?
San Luis, rey de Francia y San Rafael, príncipe celestial
Con todo, para no quedarnos en una concepción etérea sobre un puro espíritu, podemos servirnos de una comparación antropomórfica que nos haga degustar mejor esta realidad, imaginando, por ejemplo, a San Rafael tratando con la Santísima Virgen en el Cielo a la manera de San Luis IX, rey de Francia, conviviendo con su madre, Doña Blanca de Castilla.
Se sabe que San Luis era un hombre de alto porte, bien parecido, muy imponente, que, al mismo tiempo, atraía, infundía un respeto profundo y suscitaba un inmenso amor. Poseía la índole de un guerrero terrible a la hora del combate, pero se presentaba como el rey más pomposo y decoroso de su tiempo.
Podemos imaginarnos a este monarca, en el cual traslucían todas las glorias de la santidad y que era un hijo muy amoroso, en los esplendores de la corte de Francia conversando con Blanca de Castilla. ¡Cuánta distinción, cuánta reverencia, cuánta sublimidad en esa escena! Nos da un poco la idea de lo que sería San Rafael al dirigirse a Nuestra Señora. Un rey como San Luis era una especie de ángel en la tierra; San Rafael vagamente puede ser considerado como un San Luis del Cielo. Tan sólo con la diferencia de que San Luis era rey y San Rafael, un príncipe celestial; y Nuestra Señora es Reina a un título más alto que Blanca de Castilla.
Por esta transposición tenemos cierta noción, a la manera humana, de la alegría de la que vamos a estar inundados en el Cielo cuando podamos contemplar a un arcángel como San Rafael y de todo lo que veremos de Dios admirando a este príncipe celestial.
Pidámosle a él la gracia de alcanzar tal contemplación, pero también que algo de ella penetre en nosotros aún en esta vida. Que la consideración de este orden ideal y realmente existente nos conforte con la esperanza del Cielo y del reinado de María, disipando toda la tristeza creciente de estos días en los cuales los castigos previstos por Nuestra Señora de Fátima se van acercando tan rápidamente a nosotros. ◊
Extraído, con adaptaciones, de:
Dr. Plinio. São Paulo. Año XXII.
N.º 258 (set, 2019); pp. 26-29.