
Entre las templadas explosiones de júbilo que marcan la ceremonia de la Vigilia en la Noche Santa, una llama la atención por su cándida y solemne efusividad: el anuncio de la Pascua, momento en el que el diácono, dirigiéndose al celebrante, hace una proclamación cuya palabra final —silenciada durante toda la Cuaresma y repetida luego frecuentemente a lo largo del Año litúrgico— parece concentrar la alegría que invade el alma de los fieles por la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte: «Reverendísimo Padre: os anuncio un gran gozo, el Aleluya».
Pero ¿qué significa y por qué se usa en la sagrada liturgia?
El término aleluya proviene de la expresión hebrea hallelu Yah, que quiere decir: «Alabad al Señor», y se empleaba originalmente en el culto israelita. La Santa Iglesia lo incorporó al considerarlo una aclamación de triunfo, un grito de alegría.
Su utilización litúrgica comenzó en Oriente, concretamente en Alejandría, con San Atanasio y San Cirilo. Es probable que su introducción en Occidente se debiera al papa San Dámaso, a instancias de San Jerónimo. Al principio sólo se usaba el día de la Pascua, extendiéndose después, en el siglo v, a todo el Tiempo pascual y, más tarde, por orden del papa San Gregorio Magno, a las misas de todo el año, excepto las de Cuaresma y las de otros días penitenciales.