Doña Lucilia

Reflejos de la devoción a la Virgen

Doña Lucilia

La piedad de Dña. Lucilia, de la que ella misma apenas hablaba, era poco efervescente, pero podía ser percibida en todo. Se parecía mucho a su manera de ser comunicativa, afable, aunque muy discreta. Al igual que su tono de voz, dulce, suave, similar a los distintos registros de un órgano que sonara bajito y armoniosamente en una pequeña capilla, su ardiente devoción permanecía siempre envuelta en un velo de discreción.
Así era su fervor hacia la Madre de Dios, del cual casi se podría decir que empezó en el momento en que las aguas purificadoras del Bautismo fueron derramadas sobre su frente.
Una de las prácticas que más la hizo crecer en esa devoción fue, evidentemente, el rezo del Santo Rosario, al que se había acostumbrado desde su remota mocedad. Estuvo usando durante mucho tiempo un bonito rosario de cristal, hasta el día en que el Dr. Plinio le trajo otro, del santuario de Aparecida, el santuario mariano más importante de Brasil. Sin duda, nunca olvidaría las palabras que su hijo le dijera al entregarle aquel modesto, pero cuán significativo regalo:
—Mi bien, mire usted, es un rosario de poco valor. Sólo se lo he traído para que se acuerde de que recé por usted cuando estuve en Aparecida.

Imagen de Nuestra Señora de las Gracias que
Dña. Lucilia conservaba en su cuarto

Pese a su sencillez, lo comenzó a usar a partir de entonces, pues le vinculaba a un recuerdo: «Mi hijo, estando en Aparecida, junto a Nuestra Señora, se acordó de mí con especial afecto».
Había una advocación que conmovía muy especialmente el alma maternal de Dña. Lucilia, siempre dispuesta a atender las necesidades de sus hijos, antes incluso de que se lo pidiesen: la de Nuestra Señora de las Gracias.
En la pequeña imagen francesa que tenía en su cuarto, la Santísima Virgen es representada con los brazos abiertos, como compadeciéndose de las flaquezas humanas y deseosa de distribuir los tesoros de sus gracias a aquellos que se colocan bajo su manto protector.
El hombre modela su espíritu según el objeto de su admiración. Nuestras almas son como espejos. Al rendirle culto a María se refleja en nosotros un poco de su excelsitud. Algo de esto sucedió, ciertamente, con Dña. Lucilia.
Los episodios cotidianos de los últimos años de su vida dejaban traslucir de modo especial esa elevación de alma que perfumaba todos sus gestos. ◊

Extraído, con adaptaciones, de:
CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio.
Doña Lucilia. Città del Vaticano-
Lima: LEV; Heraldos del Evangelio,
2013, pp. 554-555.